Chencho, El ciego del porvenir
Por. Wilson Sánchez Jiménez
Siempre escuché de quienes han forjado la vida con permanentes querencias y con vastos torrentes de intensidad. Que la memoria, esa vieja embrujada e ilusionista, llena de ardides coloridos, de luces, pero también de profundos olvidos, nos embosca y algunas veces nos enreda en los recuerdos y evocaciones. Algunos trazos de esa juguetona memoria están llenos de canastos silenciosos a los que ya no les es dable pronunciarse, tal vez todo ello sea un secreto y sutil mecanismo de protección que la vida posee para salvaguardar las sendas de la imaginación. El siguiente recuerdo -es seguro que está plagado de imágenes que quizá no sucedieron, otras resquebrajadas por el inapelable tiempo y otras buscando emerger y ser nombradas de nuevo.
Hace ya algunos años muy lejanos en las orillas del río Patía conocí a un anciano negro, centenario; su cabello de un color plateado alegría, su piel de una negrura intensa que como la piel de toda la gente negra cuenta su historia, su apiñamiento de arrugas similares al torbellino de aquel mundo hídrico que lo habita todo en esas tierras cimarronas; sus manos milenarias expresaban todas las formas según el instante, su mirada cristalina de una congénita ceguera que lo ve y lo percibe todo, su caminar lento, sin ningún afán, daba la impresión que había domesticado el tiempo; pues después de vivir cien años ya no hay premura, su avanzada edad le hacía ser un atrapador de los instantes, que se detienen entre sus oralidades floridas; su voz, un profundo rronrroneo casi musical, propio de su ancestralidad milenaria de pueblos enteros nacidos para la libertad. Su nombre común entre sus queridos seres es Chencho; a su lado un enjambre de lindos niños salvajes lo asedian de una manera tierna y querendona. Chencho, posee una cofradía con el mundo misterioso de la adivinación del pasado y del futuro. Su pensamiento fluye junto al caudaloso río Patía, su respiración alcanza a llegar a los enmarañados manglares del pacífico. Él es la autoridad en los secretos de la vida y la muerte, los pueblos lo consultan como un oráculo equinoccial, su ternura y serenidad, flotan como la espuma nácar sobre las mansas aguas de la laguna del Trueno, sus manantiales de palabrejas nos dejan atónitos y absortos ante un desmesurado lugar sin tiempo. Después de escucharlo, me dio la impresión de que tiene un acuerdo con la vida visible e invisible, pues es un verdadero premonitor de los intrincados y secretos hilos que llamamos destino. Lo tope en el puerto fluvial de San Isidro, medio bajo río Patía, municipio de Magui en Nariño, en un luctuoso tiempo, cuando la cacería humana de los Paramilitares al servicio del Gobierno genocida de Alvaro Uribe, el innombrable, ensangrentaba el río con los cuerpos de nuestros pueblos, promoviendo el horror y el miedo entre los que aun detentábamos la vida. Mis camaradas me presentaron a Chencho, me extendió sus rugosas y gruesas manos rudas, de esos hombres que han edificado a mano el mundo de la vida, lo salude con un entusiasmo incontenible, mis camadas cómplices de tal encuentro me dejaron a solas junto a este enigmático viviente, el silencio entre los dos se detuvo allí, en las orillas del río con una placidez profunda, el agradable olor emanado del manojo de infinidad de plantas medicinales que sostenía en sus manos, me permitía imaginar que Chencho era un hombre de monte adentro, de palabras y plantas sanadoras. De pronto, reverdeció en un instante su oralidad de anciano sabedor, y ello me hizo sentir que somos seres para la vida; me hablo con la voz cascabel del río, me contó que hay días en los que amanece desconcertado de tanto adivinar el lugar exacto donde van a parar los cuerpos inermes de la gente asesinada por el gobierno, cuerpos que vienen aguas arriba, de regiones lejanas, desnudos, descuartizados; náufragos sin destino. Chencho es el adivinador, las comunidades apelan a su saber para encontrar esos cuerpos perdidos en la memoria del país, extraviados por el odio y el terror de un Estado ávido de sangre y destrucción de los territorios. Chencho me dice: -lo duro no es encontrar el cuerpo hinchado, morado, amordazado, nauseabundo y putrefacto, en total descomposición, lo duro es no poder encontrar a los seres que aún están esperando el regreso de su ser querido a casa, lo duro es sentir el frío del calor ausente de la cama de su mujer que aún lo espera, lo duro es poder ver la risa de los niños esperando a que su papa les lleve el tan anhelado regalo-. De pronto Chencho, entra en un silencio glacial, y únicamente una tos afónica lo logra sacar de tal ensimismamiento. La luz de agosto penetra por cada intersticio de las frondosas arboledas, Chencho, con su voz pedregosa, continua diciendo, –ay, amigooo, haaasta cuaaando tendré que seguir elucubrando hallazgos de todos los destrozos de un gobierno bandido a la luz del día, que hacen de un cuerpo una vaina, lo bravo y amargo del asunto, es que no veo la punta, y el canalete está bien lejos-.
Se escapan suspiros recíprocos, los de él y los míos, y siento que se juntan en el aire del sopor del medio día y lentamente se vierten junto al río Patía. –si le contará a uted, todo lo que yo he visto sin tener ojos, si le contará a uted, no me creería. Antes, es que nosotros aquí hemos sido fuertes para aguantá tanto miedo que baja por el río- dice Chencho, con la fuerza de un joven de 20 años. Es extraño, pues cuando habla, su cuerpo se modifica, sus ojos blancos y suspendidos en la nada entran en los míos y puedo ver el horror de una terrible materialidad impuesta violentamente a nuestra gente. –eja gente es mala, eja gente, ay, dios mío!, ni hablá mejo de ello, eja gente y ju presidente, ummm no tiene nombre, sus acciones y atrocidades pasan todos los santos días por aquí- -dicen que los paramilitares comen en el mismo plato con el ejército y la policía, en la vereda de Sánchez y en el municipio Policarpa, ay, dicen que toda esta mortandad, la coordinan desde el Batallón Boyacá en Pasto a sabiendas de todas las autoridades del departamento y la nación; dicen, que un día de estos van a bajar aquí pa acaba con toda esta negramenta guerrillera, imagine, no ma uted, todo lo que tienen pensado, yo ya le dije a mi gente, este negro viejo y destartalado, este negro viejo, no tiene poqué corré, esos diablos verán que hacen conmigo, poque, yo de aquí, ay, mi gente, yo de aquí no me voy; que me maten, me cocinen y coman de su muelto, pero de aquí, de aquí yo no me voy, pues esta tierra es lo único que tenemos. Nosotros los negros, somos libres aquí, y no tenemos poqué ir a mendigarles a los mismos Mandingas que nos matan. Nosotros aquí tenemos todo, somos sembradores de comida, y como dicen nuestros mayores, mientras que haya arró que no haya dió-.
Como una llamarada fulgurante, lentamente sus palabras se apaciguaron, todo era silencio, sólo se sentía el gorgoteo del río y las respiraciones sonoras, casi nasales de Chencho. Luego, saco de su bolsillo izquierdo un arrugado, aromático y oloriento tabaco artesanal de hoja ancha, lo prendió entre sus dedos con la pericia de los sabedores que dan la impresión de que el tabaco es una prótesis más de sus palabras. Sopló fuerte en dirección a mi rostro varias veces, sentí una fuerza embrujadora que mordisqueaba mis sentidos. El silencio se apoderó del mundo. Chencho, me tomo las manos y cuidadosamente fue surcando con sus dedos cada geografía de todo el torso de mis manos, con una delicadeza impresionante, sus dedos se convirtieron en suaves copos del algodón, instalándose en cada superficie de mis uñas, empezó a hurgar todos mis contrariados destinos de una manera profunda. Yo, abigarrado y lleno de asombro me deje ir junto a las canoas flotantes de su narrativa y adivinación. De pronto allí, estalló toda su oralidad, el tabaco se incineraba entre sus dedos y sus palabras humeaban mi imaginación, se detuvo en cada uña, caminaba por las feroces cutículas, estrujaba delicadamente cada tejido entorno a las uñas; era como llegar a un puerto sin conocerlo, a una nueva vida llena de todo lo vivido atrás; luego pasaba a otra uña, hasta agotar la diez, fueron diez narraciones autocontenidas y entrelazadas con la vida y la muerte, con la desventura y la ventura, con la tierra firme y los inevitables naufragios, de la siembra y el florecimiento, de la resistencia y el temple, del cuidado de la tierra y la vida, de los sueños y las esperanzas, de los porvenires anhelados y de las risas; la última recomendación de su extraña ceremonia negra fue defender la vida y la alegría, no dejarnos invadir por el miedo y la tristeza, aprender el arte de la receptividad ante la palabra de los otros, amigarnos del silencio y aprender a escuchar a los pueblos. Sus palabras caían como semillas en mi palpitante corazón, nos dimos la mano, nos abrazamos de tal manera que no permitiéramos despedirnos nunca. Mis camaradas, con una risa monumental de generosidad y desprendimento, me esperaban en un viejo potrillo labrado con las manos de los pueblos negros y pintado con la vivacidad de la imaginación de la gente negra, el río Patía nos fue llevando aguas abajo, el viejo Chencho, como desde siempre, en África, Haití, Jamaica, Guinea, Cuba, Cartagena, Panamá, el Darién, el Choco, el Baudo, el San Juan, el Naya, el Yurumangui, el Saija, el Timbiqui, el Guapi, el Napi, el Sanquianga, el Iscuande, el Catatumbo, el Rumiyaco, el Guamuez; como desde siempre, el viejo quedo en la orilla cómo un Chanul milenario, su tabaco seguía humeante hasta perderse en la lejanía; los pálpitos de mi corazón experimentaban un movimiento telúrico en mi precaria imaginación. Durante la larga y perezosa navegación, yo quería trenzar sus palabras en silencio, bajo el embriagador murmullo del arrullo del único río en sur América que penetra de oriente a occidente, la pétrea y rocosa columna vertebrar de los Andes en la Hoz de Minamá, abriéndose paso al gran mar de los Tumac, Siapidaras, Sanquiangas, Satingas, Ñambis, Awa, Tola y Waunan. Ahora, muchos años después, y enmarañado entre los distintos verdes de los Andes, cierro mis ojos, soplo un poco de tabaco y concluyo que los ojos de Chencho siempre fueron nítidos desde antes de nacer, su magia consistía en poder ver a través de la vida, de sus palabras, de los ojos y el corazón de sus interlocutores; son los ojos de su pueblo negro y bello, digno y luchador. Pueblos milenarios sabedores de un amor profundo a la libertad.